El transeúnte

Caminante, son tus huellas / el camino y nada más; / caminante, no hay camino, / se hace camino al andar. / Al andar se hace camino / y al volver la vista atrás / se ve la senda que nunca / se ha de volver a pisar.

(Antonio Machado, Proverbios y Cantares, 1912)

Ahí va el camino suntuoso. Se despliega entre las hierbas y nace con la diferencia de que muere en el horizonte, nunca en el mar. Más austero que un río, sedimenta las piedras con la arena y la única corriente es la del viento que en zigzag se pierde entre los bosques aledaños. Tanto llega a desviarse del camino que para cuando vuelve cambia de sentido o se detiene en remolinos.

 Por eso el transeúnte no pide permiso porque nada a cambio da el camino, más que terreno marcado. Entonces con un pie el caminante se introduce al ritmo de las huellas desdibujadas, con la vista al frente o a la espalda, pero nunca a los lados. Si el viento cruza, como casi siempre lo hace, el cabello se adhiere a la mejilla y entorpece la visión periférica, y si lo que cruza es un animal pueden ocurrir dos cosas: la primera se da más en los de pequeño tamaño, que optan por correr muy lejos del camino, y otros los hay que se quedan impávidos ante la marcha del humano y quisieran ser obstáculos en aquella tierra extraña que es el camino-tierra de nadie nunca significó tierra de todos, aunque sí a la inversa-. Y mientras el ritmo se mantiene en las pisadas, la mirada del tigre se posa en el reflejo del horizonte que muestran los ojos del caminante, que por no brotar lágrimas de ellos el suelo se resquebraja. Entonces, por un momento, secantes se vuelven los dos animales para después quedar los primeros observando al humano ser un transeúnte.

Muchas andanzas se desvanecen en las sucesivas andaduras y para cuando se da cuenta, en muchas de las vistas atrás que el caminante deposita, no adivina el inicio y en la vuelta al frente no reconoce ningún horizonte que haya visto.

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